En días neblinosos de otoño e invierno, allá por cuando tenía entre 10 y 12 años, a veces los alrededores del pueblo se transformaba en un escenario de caza para nosotros los niños. La mayoría de mis amigos de entonces y yo, salíamos, armados con gomeras (alguna escasa vez, con rifle de aire comprimido) a cazar palomas.
Aprovechábamos el clima frío y húmedo, que impedía a las palomas volar, volviéndolas presas fáciles. Las divisábamos asentadas en las ramas, y cazarlas era casi un juego. Especialmente las "cucú", que siempre estaban en yuntas o casales. Cuando una caía, su compañera se quedaba allí, inmóvil, observando, incapaz de comprender la amenaza que se cernía sobre ella. Así que solíamos regresar con una bolsa de cebollas llena de palomas, desplumándolas en el camino para preparar un guiso o estofado esa misma noche en casa de alguno de aquellos "cazadores".
Sin embargo, esta práctica, que parecía ser una tradición casi ritual entre los niños de mi pueblo, me dejaba un sabor amargo en el alma. Incluso a esa edad, algo dentro de mí cuestionaba la ética de nuestras acciones. La muerte de mi madre me había sensibilizado de una manera particular; no podía dejar de pensar que esas palomas, al igual que yo, tenían una familia. Pensaba en los pichones que posiblemente quedarían huérfanos, condenados a una muerte segura sin sus padres.
Este pensamiento me causaba un gran sufrimiento, un dolor silencioso que apenas me atrevía a reconocer, mucho menos a compartir. En el interior de mi joven corazón, se libraba una batalla entre la compasión y la necesidad de pertenecer al grupo. En aquella época, el sentido de pertenencia era un pilar fundamental de nuestra identidad. Se esperaba que yo actuara como los demás niños, y la sola idea de ser tildado de "maricón" (por no querer participar de aquello) era inaceptable. En nuestra cultura, y en esa época, esa etiqueta cargaba un estigma devastador.
Así que, a pesar de mi sufrimiento interno, seguía adelante, cazando palomas como los demás. Pero cada vez que veía caer a una paloma, sentía que una parte de mi propia humanidad se desmoronaba. Me preguntaba por qué la otra paloma no huía, por qué se quedaba mirando, fiel hasta el último momento. Esa lealtad me conmovía profundamente, y me hacía cuestionar aún más nuestras acciones.
La contradicción entre mis sentimientos y mis acciones era una carga pesada para un niño tan joven. Quería pertenecer, ser aceptado, pero también quería ser fiel a mis propios valores, a mi sentido de empatía y compasión. Hoy, con el paso del tiempo, puedo expresar este dilema con palabras que entonces no tenía. Puedo reconocer el conflicto entre el deseo de pertenencia y la necesidad de ser auténtico, de actuar conforme a mis propios principios.
¿Por qué me animo a contar esto hoy? No lo sé, tal vez sea el día, la hora, o simplemente el deseo de reconciliarme con esos recuerdos. Este recuerdo (el de la caza de palomas digo) es más que una anécdota de infancia; es quizá una reflexión sobre la naturaleza, mi propia naturaleza humana. Sobre cómo las circunstancias y la presión social pueden moldear nuestras acciones, a veces en contra de nuestros propios valores.
Quizá, según interpreto, es un recordatorio de la importancia de la empatía, y de cómo, incluso en los momentos más oscuros, podemos encontrar luz en nuestra capacidad de sentir y de cuestionar.
Entiendo hoy, con casi medio siglo sobre el lomo, que a través de esa experiencia, aprendí una lección profunda sobre la moralidad, la pertenencia y la autenticidad, una lección que sigue resonando en mi vida hasta el día de hoy.
Pero… no me den bola… quizá tan solo sea que es muy domingo.