Eres la brisa que amansa la tempestad, el murmullo de la tierra que se alza en el aire, el instante en que la mente, errante y febril, halla el cauce sereno del río que todo lo calma.
No eres fuga, ni olvido, ni evasión. Eres la raíz que hunde su latido en la profundidad del ser, el eco de antiguas verdades que susurran en hojas sigilosas, un pacto silencioso entre el cuerpo y el universo.
Quienes temen tu esencia no han sentido la danza del tiempo disolverse en su cauce, la opresión del día ceder su peso ante el soplo tenue de tu hálito antiguo.
Eres el puente entre el caos y la armonía, el reposo de la mente en su propio laberinto. Tu fragancia es la caricia de un amanecer sin prisas, tu abrazo, un refugio donde la ansiedad se desvanece.
Siervos del reloj buscan encadenarte, llaman a tu don un espejismo de la calma, pero en el rincón donde el alma respira, tu fuego brilla con una verdad innegable.
Eres el umbral de la contemplación, donde el pensamiento fluye sin trabas ni yugos, donde el miedo se disuelve en la bruma dorada, y la existencia se asienta en su más pura forma.
No eres veneno, ni sombra, ni fuga. Eres el antiguo secreto de los bosques, un diálogo callado con la raíz del todo, el beso etéreo de la naturaleza en su canto más hondo.
Así, en el crepúsculo de la razón inquieta, cuando el mundo pesa y el ruido abruma, tu voz, tenue y profunda, se alza sin nombre y en su eco florece, callada, la paz.