En el bullicio cotidiano de la cafetería ubicada en mi lugar de trabajo, un singular espectáculo capturó mi atención y encendió la chispa de la reflexión. Era una escena que parecía sacada de una pintura costumbrista: una madre, con el fulgor de la ternura en sus ojos, se aproximaba a su hijo, ya en la cúspide de la adultez, pero con la mirada aún impregnada de la ingenuidad de la infancia.