Cada vez son menos los que recuerdan los días en que las historias se contaban al calor de una fogata, cuando el tiempo parecía detenerse y las tradiciones se transmitían de una generación a otra, con esa sabiduría que solo el paso de los años otorga. Ahora, sus voces se desvanecen lentamente, y con ellas, una parte invaluable de nuestra identidad.
Nos estamos quedando sin esos ancianos que, con su calma y sus ojos llenos de historia, nos enseñaban que el verdadero valor de la vida no está en las prisas ni en lo efímero, sino en las raíces profundas que nos conectan con el pasado.