Añoro con profunda nostalgia esos días de la infancia, cuando el cansancio crónico solo significaba haber pasado todo el día corriendo y riendo con mis amigos. Donde el estrés se reducía a la angustia de ver cómo mi querida "lecherita puntera" era seleccionada por el adversario para la "quema" en el juego de bolitas. Cuando el miedo a morir se limitaba a la sensación de que el que "contaba" en “la escondida” estaba cerca, buscándonos con ahínco mientras nos agazapábamos, conteniendo la respiración y con el corazón latiendo desbocado.
Echo de menos esos tiempos en los que el mayor de nuestros problemas era cuántas figus teníamos en el álbum, o si nos alcanzaba el tiempo para jugar un último partido antes de que oscureciera.
GOL GANA… Gritaba alguno que ya había escuchado el llamado de nuestras madres o abuelas, llamándonos advirtiéndonos que ya era tarde para seguir jugando.
Cuando las tardes simplemente se alargaban sin preocupaciones, impregnadas del aroma a tierra húmeda y a yuyos recién cortados.
Ansias, era esperar que baje el diariero del colectivo, y nos trajera la “Anteojito” los sábados a la mañana cada quince días, y armarnos con el juguetito encontrado dentro.
Donde nuestro “Spotify” eran los discos de Don Diego López, con esos parlantes de madera y tela, colgados en la puerta de su Almacén de Ramos Generales (cartel que más de uno aun evoca con ciertas nostalgias), o despertarse un Domingo a la mañana con la música de la CETERA desde los parlantes instalados por el Tito Fanton en nuestras casas…
Recuerdo con cariño aquellos momentos en los que cada baldío, cada calle, cada esquina, escondía un nuevo mundo por descubrir, y cada charco era una aventura que nos invitaba a saltar sin pensar en las consecuencias. Cuando la imaginación era nuestra única limitación y el único límite era el horizonte que se perdía en el cielo anaranjado del atardecer.
Oh, cómo anhelo aquellos días de inocencia y libertad, cuando el tiempo se deslizaba suavemente entre risas y juegos, y las preocupaciones del mañana eran apenas un susurro lejano en el viento. En esos tiempos, el mundo era nuestro patio de recreo y cada amigo era un tesoro preciado que llenaba nuestros días de alegría y camaradería.
Qué hermoso sería volver a sentir la emoción de correr por las calles sin rumbo fijo, de perderse en la magia del momento presente, sin preocuparse por el futuro ni lamentarse por el pasado. En esos días, éramos invencibles, inmortales, capaces de conquistar el mundo con una sonrisa en los labios y el corazón rebosante de sueños y esperanzas...
Aunque esos días de inocencia hayan quedado atrás, su luz sigue brillando en mi corazón, recordándome la magia y la belleza de la infancia.
Aunque ya no sea un niño, guardo con cariño aquellos momentos como tesoros invaluables que han moldeado quien soy hoy. Y mientras la vida avanza y los años pasan, llevaré siempre conmigo el espíritu aventurero y la alegría de aquellos días dorados de mi niñez. Porque en ellos encontré la esencia misma de la felicidad: la simpleza, la amistad, la libertad de ser quien realmente éramos.
En la nostalgia de esos días, encuentro consuelo y gratitud por haber sido bendecido con una infancia tan plena. Ojala que los recuerdos de aquellos tiempos nunca se desvanezcan, y que siempre podamos mirar hacia atrás con una sonrisa en el rostro y el corazón rebosante de gratitud por haberlos vivido....
(a Enrique G, Claudio O, Carina, Mariela y Adrian A, Juan Carlos y Fabian G, Eduardo M, Marito y Liliana M, Mario TH, Jose C, Marcelo Z, Oliden y Ariel C, Martin y Gabriela C, Javier S, Nino C, Mario M, Viviana y Daniela R, Gabriela P... y en especial A MIS HERMANAS...)