sábado, 10 de febrero de 2024

La Silueta...


Desde la ventana de su apartamento, él observaba cada movimiento de su vecina del edificio de enfrente. Ella era su musa (aun sin conocerla), la luz que iluminaba sus días y las sombras de sus noches. Cada gesto, cada sonrisa, se convertía en un poema que él escribía en su mente, un tributo silencioso a la belleza que habitaba en aquel edificio contiguo.

Al principio, eran solo encuentros furtivos, miradas a lo lejos que se cruzaban y se perdían en el ajetreo de la vida urbana. Pero con el tiempo, esas miradas se convirtieron en el ancla de sus días, en la promesa de un mundo mejor que se reflejaba en sus ojos. Aunque nunca habían hablado, él sentía una conexión profunda con ella, como si sus almas estuvieran unidas por un hilo invisible que trascendía la distancia física.

A veces se preguntaba si ella sabía que él la observaba, si había notado la sombra de su figura reflejada en la ventana. Pero esas preguntas apenas importaban en comparación con la belleza que ella irradiaba con cada gesto, con cada movimiento. En sus ojos encontraba razones para seguir adelante, para creer en el poder del amor y la conexión humana.

En las noches más oscuras, cuando el mundo parecía desvanecerse en la penumbra, su luz brillaba como un faro en la distancia. Él la veía a través de las sombras, como un recordatorio de que aún había belleza en este mundo, de que aún había esperanza en el corazón humano. Y aunque nunca habían hablado, él sentía su presencia como una fuerza reconfortante que lo guiaba a través de las tormentas de la vida.

No sabía qué depararía el futuro, si algún día tendrían la oportunidad de conocerse de verdad. Pero por ahora, se conformaba con estas pequeñas dosis de felicidad que ella le brindaba con su simple presencia. Porque aunque estuvieran separados por la distancia física, sentía que sus corazones estaban unidos por un lazo de amor y admiración.

A veces se preguntaba si ella también sentía esta conexión, si también se detenía a mirar su ventana en busca de un destello de reconocimiento. Pero esas preguntas se desvanecían en el aire, ahogadas por el susurro del viento y el latido de su corazón, que solo conocía una verdad: había descubierto que la amaba, más allá de las palabras, más allá de la distancia.

Y así, mientras el sol se ponía en el horizonte y las luces de la ciudad se encendían una por una, él se quedaba allí, en su ventana, esperando el momento en que sus vidas finalmente se entrelazarían en un abrazo eterno. Porque aunque el tiempo pasara y las estaciones cambiaran, su amor por ella permanecería inmutable, como una estrella en el firmamento, brillando con la fuerza de mil soles.

Una tarde de primavera, cuando las flores comenzaban a abrirse y el aire estaba impregnado con el dulce aroma del renacer, él reunió el coraje para salir de su apartamento y cruzar la calle que separaba sus mundos.

Con el corazón lleno de expectativas y nerviosismo, se armó de valor y cruzó aquella calle que separaba sus vidas. Cada paso resonaba con la esperanza de un encuentro anhelado, de un momento que cambiaría sus destinos para siempre. Sin embargo, al llegar frente a la puerta de su vecina, se detuvo en seco al ver un cartel que anunciaba "Se alquila". 








 Mientras se sumergía en la vastedad de la ciudad, se dio cuenta de que tantas historias como la suya nacen y mueren sin siquiera salir a la luz, perdidas en el anonimato de las multitudes y el flujo constante de la vida urbana...