Allá por los campos de Villa Minetti, donde el sol abraza intensamente los pastizales y el viento susurra secretos antiguos entre los árboles, me encontré un atardecer tomando mates debajo de una tusca, con un coro de chicharras encima, y con Rubén Cejas, un hombre de esta tierra, cuyos ojos reflejan la sabiduría milenaria del campo.
Esa misma tarde, mientras compartíamos un momento entre mates y preguntas, descubrí con asombro de que es un apasionado de la vida del ñandú. Comenzó a relatarme con profunda emoción los intrincados detalles de la vida de esas majestuosas aves que poblaban los campos de la región.
-Es el macho el que hace el nido. ¿No? – pregunté con la incredulidad lógica de quien no sabe nada del asunto.
-Claro papi, claro- dijo con un brillo de conocimiento en sus ojos.- El macho hace el nido. Bah, hace la tropa primero. Dos, tres, cinco, ocho, diez, doce ñanduzas, depende de la cantidad de hembras disponibles. Él hace la tropa primero, después hace el nido y empieza a pisar a las hembras luego.
Con paciencia y dedicación, me explicó cómo el macho líder de la tropa preparaba el terreno para recibir a las ñanduzas que habrían de depositar sus huevos. Con cada paso, con cada pisada en la tierra, el mismo macho era quien marcaba el inicio de un nuevo ciclo de vida en los campos.
-… desde la primera hembra que pone; desde el primer huevo, él se queda en el nido- continuó Rubén, con voz serena - La tropa se va, anda por ahí, y vienen las hembras y ponen generalmente al lado del nido, el no se levanta. Después es el mismo macho el que acomoda los huevos. Es por eso que al tío Roberto le dicen ñandú empollando… se vive acomodando los huevos- dijo mientras emitía una sonora carcajada.
Con gestos que denotaban un profundo respeto por la naturaleza, Rubén relató cómo, en medio de la inmensidad de aquella llanura, el macho se quedaba vigilante en el nido, mientras las ñanduzas se dispersaban en busca de alimento y seguridad.
-Saca el primer y el segundo huevo de la camada y lo deja aparte, así, el día anterior o la mañana misma de la rotura de la pichonada, lo rompe para que se llene de moscas, esa es la primer comida de los pichones.
Cada vez que Rubén compartía sus conocimientos sobre la vida en el campo y en particular sobre los ñandúes, sentía cómo mi mente se enriquecía con cada palabra que salía de sus labios. Su profunda conexión con la naturaleza y su vasta experiencia en los campos eran evidentes en cada relato. Admiraba profundamente la gran sabiduría que demostraba sobre el tema, y me sentía afortunado de poder aprender de él y sumergirme en su vasto conocimiento.
- Normalmente, cuando hay mucho ñandú, hay otro macho en la tropa- agrego- pero el que manda es el que hizo el primer nido. Cuando la tropa se va, se junta con el otro macho- con una sonrisa que me hacía presagiar algún tipo de cargada o similar- pero este segundo macho no las pisa, se puede decir que es como ciertos personajes que conozco, que están a la espera nomas… bueno, día por medio más o menos regresan y ponen las ñanduzas otro huevo al lado del nido.
-Ya cuando tiene la cantidad máxima de huevos que puede empollar, el macho se queda solo en el nido y corre a la tropa, no deja que ninguna hembra se acerque. ¿Qué hace el otro macho de la tropa? Hace exactamente lo mismo que el primero, hace otro nido. Y empieza con el mismo trabajo que el otro... pisar las hembras. Entonces, es por eso que el ñandú se reproduce muy bien, sobre todo cuando viene la seca.
Con cada palabra, Rubén pintaba un cuadro vivo de la vida en los campos, donde los ñandúes seguían el ritmo de la naturaleza, multiplicándose en tiempos de sequía para asegurar la supervivencia de su especie.
-Es la vida del ñandú, el sistema de reproducción que tiene- concluyó Rubén, con admiración en su voz.- Una danza perfecta entre la tierra y el cielo, donde cada criatura juega su papel en el eterno ciclo de la vida. Dos o tres años de seca el ñandú se reproduce, una barbaridad.
-¿Por qué?- pregunte entre curioso y confundido.
- Porque el enemigo del ñandú es el mosquito, el gran enemigo de estos bichos es el mosquito. Lo enloquece al macho y lo hace levantar de la nidada y abandonar los huevos, y a los pichones… te los mata directamente.
Al pichoncito cuando hay mucho mosquito, te lo mata. Esa es la forma del ñandú...- dijo mientras sorbía de aquella bombilla y miraba el cielo naranja del atardecer en el horizonte.
Y así, entre charlas y sonidos del campo, compartió conmigo los misterios y maravillas de la vida rural, donde la sabiduría de la naturaleza siempre encuentra su camino.
Al contemplar a Rubén y otros hombres y mujeres de campo que comparten su misma pasión y conocimiento, no puedo evitar sentir una profunda admiración hacia ellos y su legado ancestral.
En su mirada serena y en sus gestos sencillos, veo reflejada una sabiduría que trasciende el tiempo, una conexión profunda con la tierra y sus ciclos inmemoriales. En un mundo cada vez más frenético y tecnológico, su forma de vida recuerda la importancia de valorar y respetar las enseñanzas que la naturaleza tiene para ofrecernos.
En ellos, encuentro un faro de inspiración y un recordatorio de que, en la simplicidad de la vida rural, reside una riqueza invaluable que merece ser preservada y honrada por generaciones venideras….
Pero… en un mundo donde la tecnología avanza a pasos agigantados y las ciudades se expanden sin cesar, es inevitable sentir una pizca de melancolía al contemplar cómo se va desvaneciendo lentamente esa sabiduría rural, transmitida de generación en generación. Con el paso del tiempo, las nuevas generaciones parecen alejarse cada vez más de la tierra, de sus ciclos naturales y de las enseñanzas ancestrales que tantos como Rubén han sabido preservar. En esta era de pantallas luminosas y prisas constantes, es esencial recordar la importancia de honrar y preservar el legado de aquellos que nos precedieron, quienes con sus manos curtidas y su profundo conocimiento nos enseñaron a vivir en armonía con la naturaleza.
(Gracias “CHILA” por el aporte…)