Recuerdo los días de mi infancia en la 575, pintada enteramente de amarillo, que se alzaba como un faro de conocimiento en medio del paisaje rural que nos rodeaba. Para nosotros, los niños, el patio parecía inmenso, un escenario vasto lleno de posibilidades y aventuras.
La escuela, una construcción modesta, resonaba con el bullicio de todos nosotros corriendo y riendo en el patio durante los recreos. Los juegos eran simples pero llenos de alegría y creatividad. Jugábamos a la escondida, improvisábamos partidos de fútbol con cualquier cosa que sirviera de pelota y nos entreteníamos con el juego de bolitas y las historias que intercambiábamos bajo la sombra del viejo pino.
Las mañanas empezaban con la deliciosa fragancia que se colaba desde la cocina de Dorita, nuestra querida cocinera, quien preparaba con esmero la comida y la leche para todos nosotros. Sus platos caseros y reconfortantes nos brindaban la energía necesaria para afrontar el día de aprendizaje que nos esperaba.
Pero la verdadera joya de la escuela era “LA” Tita, la portera, cuyo buen humor constante y gracia innata iluminaban cada rincón del lugar. Con su sonrisa contagiosa y sus historias entrañables, Tita se convirtió en una figura querida por todos, un pilar de apoyo en nuestras vidas infantiles. Una criatura más, al momento de jugar, una amiga en la complicidad de la llegada tarde, y una tía seria, a la hora de hacerse respetar…
Y luego estaba el arribo del Elvio, el panadero, en el primer recreo. La llegada de su camioneta o su carro repleto de delicias horneadas era siempre un acontecimiento esperado con ansias por todos nosotros. Nos agolpábamos alrededor de su puesto improvisado para comprarle facturas, bizcochos espolvoreados con azúcar, cañoncitos de grasa y tortitas de chicharrón que crujían deliciosamente con cada mordisco.
Recuerdo algunas “excursiones”, que organizábamos por los alrededores, explorando los senderos que serpenteaban entre los campos de maíz y los montes salpicados de flores silvestres. Cada salida era una aventura, una oportunidad para descubrir nuevos tesoros escondidos en la naturaleza y aprender lecciones que no se encuentran en ningún libro. El tiempo parecía detenerse en aquel rincón olvidado del mundo, donde la vida transcurría al ritmo de las estaciones y los ciclos de la naturaleza.
Nuestras maestras, figuras respetadas y queridas, nos enseñaban con dedicación y paciencia, transmitiéndonos conocimientos que iban más allá de los libros de texto. Las seños Gloria, Adriana, Cristina, Nenucha (mil disculpas, pero al día de hoy no recuerdo su nombre verdadero), la Sra. de Cencha, y algún par más que seguramente escapan a mi memoria.
En el patio/frente de la escuela, un lugar donde el tiempo parecía detenerse entre risas y juegos infantiles, había unas figuras de yeso de Blancanieves y los siete enanitos, que ya eran viejas incluso cuando yo era apenas un niño, y que aún permanecen allí hasta el día de hoy.
Esas figuras, con sus colores desvanecidos y sus rasgos desgastados por el paso de los años, eran parte inseparable de nuestro paisaje escolar. A pesar de su aspecto desgastado, cada uno de los personajes tenía un encanto único que nos transportaba al mágico mundo de los cuentos de hadas.
Recuerdo cómo solíamos jugar alrededor de esas figuras, inventando historias y aventuras que nos llevaban a lugares lejanos y fantásticos. Blancanieves y los enanitos se convirtieron en nuestros compañeros de juegos, testigos silenciosos de nuestras mil y una travesuras.
A medida que crecíamos, las figuras de yeso se volvieron más que simples adornos en el patio de la escuela. Se convirtieron en símbolos de nuestra infancia, recordatorios tangibles de un tiempo más inocente y despreocupado. Aunque el mundo cambiara a nuestro alrededor, esas figuras permanecieron inmutables, como guardianes silenciosos de nuestros recuerdos más preciados.
Ahora, al volver al patio de la escuela después de tantos años, me reconforta ver que Blancanieves y los siete enanitos aún están allí, como si el tiempo se hubiera detenido especialmente para ellos. Son testigos silenciosos de los años que han pasado, pero también son un recordatorio de la magia eterna de la infancia, un tesoro que guardaremos en nuestros corazones para siempre.
Las tardes eran tranquilas y apacibles, dedicadas a las tareas en mi casa o a jugar con mis hermanas, primos y vecinos.
Al rememorar el pasado, esos años en aquella escuela rural se me presentan como una ensoñación lejana, un período de inocencia y crecimiento que dejó una impronta imborrable en mi ser. Aunque el mundo haya experimentado cambios y el tiempo haya seguido su curso, guardo en lo más profundo de mi memoria esos recuerdos como un tesoro invaluable, un legado de una época irrepetible que perdurará eternamente en mi alma.