En los caminos marcados por el tiempo en mis recuerdos, yacen los susurros del pasado, el eco de risas infantiles que danzaban en el aire perfumado por la nostalgia. Cierro los ojos y puedo verme en ese entonces y hasta sentir el calor del sol acariciando mi piel mientras corro sin preocupaciones por los campos que rodean mi pequeño pueblo. Allí, en ese cálido y pequeño reducto de árboles centenarios y casas viejas, encontraba mi refugio, mi santuario de inocencia y alegría.
Añoro las tardes interminables, impregnadas del aroma a tierra mojada después de la lluvia, cuando el tiempo se detenía y cada instante se convertía en un tesoro a guardar en el cofre de mi memoria. Días de hacer bolitas de greda, o juntar toscas al lado del ombú centenario que estaba al lado de la ruta. O juntarnos detrás de la casa de Doña Eleuteria, a bolear negruchos que buscaban la dormidera.
En aquellos días de la niñez, la vida se desplegaba ante mí como un lienzo en blanco, esperando ser llenado con las pinceladas de mis propios sueños y aspiraciones.
Las risas y los gritos de mis amigos de entonces, resuenan en mi mente como una melodía eterna, acompañadas por la canción del viento entre las ramas de los árboles, y el eterno cantar de los pájaros que llenaban el aire con su melodía infinita. Juntos, explorábamos cada rincón de nuestro universo diminuto, compartiendo secretos bajo la sombra de los árboles ancianos y construyendo castillos de ilusiones en la tierra suelta de las calles.
Pero el tiempo implacable ha borrado las huellas de nuestra infancia, dejando solo el eco distante de aquellos días dorados. Las calles antes bulliciosas ahora parecen vacías y silenciosas, como si la esencia misma del pueblo se hubiera desvanecido con el paso de los años. Y en mi corazón, late un anhelo profundo por volver a aquellos tiempos inocentes, cuando la vida era simple y el mundo estaba lleno de posibilidades infinitas.
Reflexiono sobre el significado de la niñez perdida, sobre la fragilidad del tiempo y la inevitabilidad del cambio. En medio de la vorágine de la vida adulta, encuentro consuelo en los recuerdos de aquellos días luminosos, recordándome la importancia de abrazar la belleza efímera del presente y de nunca perder de vista la magia que yace en lo cotidiano.
Así, mientras el sol se pone en el horizonte y las sombras del pasado se alargan sobre el paisaje familiar, me permito sumergirme en la nostalgia de aquellos tiempos perdidos, sabiendo que, aunque el pueblo de mi infancia haya cambiado, los recuerdos y las lecciones que allí aprendí perdurarán en mi corazón para siempre.