Estoy inmerso en un rubro que podría describir como "jodidamente egoísta", si me permiten la expresión.
Estoy inmerso en un rubro que podría describir como "jodidamente egoísta", si me permiten la expresión.
Ramón Jiménez (El Moncho, o simplemente el CAMBÁ) siempre había sido un hombre que vivía en sintonía con el viento, con el ciclo del sol y de las estaciones. Nació y creció en la vasta soledad de las tierras correntinas, entre los campos verdes que rodeaban Colonia Carlos Pellegrini y la Estancia San Solano, justo al borde del Parque Nacional Iberá, donde los ríos se retorcían como serpientes bajo el cielo azul y las aves cantaban a la hora del alba. A pesar de la dureza del trabajo en el campo, Ramón había aprendido a amar la tierra con una devoción que pocos podrían entender. Sus manos, callosas y curtidas por los años, habían sembrado, cosechado y cuidado ese pedazo de tierra que le daba sustento y le ofrecía el consuelo de una vida tranquila.
Es curioso cómo las palabras de los demás pueden hacer que uno se detenga a reflexionar. Esta amiga de la infancia, que con la naturalidad de siempre me suelta que aún soy como un niño, no hace más que abrir una puerta en mi mente que pensaba ya cerrada. ¿Soy realmente como un niño? A veces la vida me ha dado golpes duros, esos que supuestamente deberían endurecerme. La gente te dice que la edad te tiene que hacer más serio, más responsable, y te inculcan que de alguna manera debes "madurar". Pero, ¿y si esa "madurez" es solo una capa que se pone sobre lo que en realidad somos, una coraza que nos protege, pero que al mismo tiempo nos limita?
La relación entre hermanos siempre es un tema cargado de matices, pero cuando la diferencia de edad es corta, la dinámica puede volverse aún más interesante, ya que las influencias mutuas son constantes y los sentimientos tienden a ser intensos. Este es el caso de mis hijas, "A y M" , que crecieron juntas, compartiendo casi todo, desde intereses hasta amigos, como si fueran mellizas. Esta cercanía tan palpable durante su infancia podría haber dado lugar a una relación tan profunda y unida como cualquier otra, pero también tiene sus complicaciones.
Siempre he tenido un miedo profundo a la oscuridad, una sensación que se apodera de mí cada vez que las luces se apagan. Recuerdo cómo, desde pequeño, me aferraba a las sábanas, esperando que la oscuridad no me devorara. A pesar de ello, siempre supe que, tarde o temprano, tendría que enfrentarme a ella. No solo por un simple acto de valentía, sino porque, de alguna manera, me di cuenta de que, si no lo hacía, el miedo seguiría controlando mi vida.
meramente una continuación de:
Todos nos vamos a morir. Es una realidad inevitable. Sin embargo, una vida plena, sana y feliz requiere en algún momento acercarse al concepto de la muerte con serenidad.
Es natural preguntarse qué hay después. ¿Un cielo, un infierno, la reencarnación? ¿O simplemente el olvido, dejando solo un eco en los recuerdos de quienes nos amaron? Imposible saberlo. Y tal vez, precisamente por eso, la muerte nos angustia. Lo desconocido nos inquieta, y en nuestra sociedad tendemos a evitarlo, negarlo o disfrazarlo, como si ignorarlo pudiera hacerlo desaparecer. Pero cuando aceptamos su existencia, paradójicamente, la vida cobra un significado más profundo.
Yo escribí: La experiencia es un bien intangible que se adquiere después de muchos fracasos…tan cierto como que el conocimiento es además un bien que crece a medida que se lo comparte. Entonces. Lo más sensato seria compartir nuestros conocimientos, para que los demás vayan adquiriendo experiencias sin tantos fracasos, ¿no? Eso, también es parte de la empatía.
En estos días pasados, leí en el estado de whatsapp de mi hermana mayor (GRAN PERSONA Y MEJOR HERMANA), una frase que decía (y cito):
Lo cual OBVIAMENTE y como podrás apreciar en este escrito pseudofilosófico me llevo a replantearme algunos "enconos mantenidos" y su natural manera de re-encausarlos, entendiendo que perdonar a las personas no siempre es un proceso fácil, y muchas veces se malinterpreta. La idea de perdonar no significa olvidar lo que ha sucedido ni excusar el daño que nos han hecho. En lugar de eso, se trata de tomar una decisión consciente de soltar el dolor y liberarse del peso emocional que esa situación nos causa. Es una forma de cuidar de uno mismo.
Era un Miércoles cualquiera cuando me senté al inodoro, intentando aliviar los estragos que me había provocado el mate "fiero" que me preparó Gustav Perichonwski, un tipo raro, polaco él, coifeur, que vino a instalarse entre la iglesia y el club unidos con su peluquería. Así que, entre ventosidades y maldiciones, empecé a hacerme preguntas mientras las tripas me retorcían como si fueran un par de gatos peleándose en la panza. Si algo había aprendido en todos estos años en el campo, es que a veces la vida te pega donde menos lo esperás, y hoy me pegó justo en el estómago (Y UN POCO MAS ABAJO… PA’ QUE MENTIRLES).